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Crónicas de Pasión

Semana Santa de Málaga 2015

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Ser romano tenía hace siglos eso que en los anuncios baratos llaman un mundo de ventajas, tornadas ahora en inconvenientes. Lejos del poderoso imperio y perdidos en el dominio cristiano los legionarios de pecho de hojalata no levantan pasiones, indiferencias a lo sumo. Son los malos de esta película, los culpables de la tortura y la muerte de Cristo, aunque nadie les puede discutir la importancia de su papel en esta historia parece que no hay colas ni codazos para desfilar un Viernes Santo bajo el emblema del senado y el pueblo de Roma por las calles de Málaga. De modo que los once miembros de esta desgarbada tropa perciben su soldada por llevar la gálea, la ‘lorica musculata’, las sandalias y algo que parecen unos ‘leggins’ de tono carne que dan prueba de su valor. El que se ha de tener para salir de esta guisa por la puerta de una cofradía. La del Santo Traslado, en concreto. En la Trinidad.

El encargado de vestir a los romanos es ‘Valentino’. No el famoso modisto sino Paco, que se llama Francisco Pérez, albacea de vestuario, pero al que todo el mundo conoce por el negocio, una heladería, que regenta. Hay superpoblación de ‘pacos’ en la cofradía y cada uno lleva el apellido del oficio al que se dedica. El que lo cuenta es Paco ‘Pepsi’, que se gana la vida con la distribución de bebidas refrescantes. Y así va todo este trasunto no muy fiel al original pero en el que se intenta mantener la tradición de poner romanos en la calle. Paco, ayudado por Antonio y Jorge en las horas previas a la salida de los tronos, trata de embutir a los once muchachos en las piezas metálicas de destellos cobrizos y de que cada correa ajuste de la mejor manera posible. Algunos llevan años asumiendo el rol, pero fueron más flacos y ahora tiran de los bordes del latón como si fuera flexible y pudiera ajustarse al ancho de los michelines. Cuenta Paco que en sus orígenes, el gremio de panaderos, se utilizaban los caballos del reparto en el grupo de los romanos y que llegaron a salir hasta treinta o cuarenta, además de los animales y tambores. Ahora, sin música propia, siguen el ritmo de la percusión de los bomberos que les preceden. Y aunque un césar no estaría muy orgulloso de su porte, resulta suficiente para el pueblo de Málaga.

Paco Valentino, albacea de vestuario de la cofradía, ajusta a Rubén el uniforme de soldado.

La tropa militar es la primera que se viste. No son las cinco de la tarde y ya están listos para salir, aunque faltan casi dos horas. La enorme sala comienza a llenarse de cofrades, de ropas que vienen y van, de perchas y cajas con imperdibles. Paco se afana ajustando túnicas y cíngulos mientras reconoce que mejorar el aspecto de los romanos es un asunto costoso. Hubo un hermano mayor que tenía una representación de calzado y logró unas sandalias muy similares a las de legión; a veces «hemos visto en ferias dedicadas a la Semana Santa vestuario, pero no hemos encontrado nada mejor que lo que tenemos. Bueno, si… pero eran piezas de plata, que resultarían muy caras», asegura. El vestuario actual es de finales de los 70.

En la terraza de la casa hermandad los centuriones se arrean un bocata y un refresco. Llevan la cresta en forma de moderna escoba en el casco y adornos en el pecho reservados a los oficiales. Son once jefes sin tropa a la que mandar y con una reivindicación firme para próximas ediciones: algún lugar del uniforme en el que poder guardar el teléfono móvil, unida a otros pequeños detalles. Recuerda uno a otros dos compañeros cómo el calor de un pasado Viernes Santo generó, al mezclar el sudor con el latón cobrizo, una sustancia verde que te asemeja a Shrek, especialmente peligrosa si se frota la frente con un pañuelo en el instintivo acto de secarla. Hacen bromas terminando las palabras en ‘orum’ y en ‘arum’, uno propone llevar un perrito blanco en el brazo como Obélix y otro se afana en descubrir si la trompeta que lleva suena o no. Paco Valentino se acerca a los muchachos y les ofrece unas breves instrucciones para el recorrido, las de los todos los años por estas fechas. En especial la de no hacer caso alguno de los insultos, si los hay (alguno siempre cae), ni de los comentarios de los espectadores.



Rubén, un tipo alto que quiere ser policía, abre la comitiva. Serio como un palo. Tras él los demás, con escudos, dagas y lanzas. Es fácil comprobar cómo se tuerce el gesto de los vecinos, cómo los niños hacen preguntas y cómo los adultos contestan con mayor o menor disimulo que este grupo de desgarbados tipos fue el encargado de dar muerte a Jesús. Pero ni Rubén ni si tropa se inmutan. Se las ha visto en peores ocasiones. Cuenta que un día, durante la representación de un vía crucis, fue el romano encargado de dar latigazos al hijo de Dios. Y que le gusta el papel, no la tortura. «La gente se enfadaba conmigo y me decían de todo porque no entendía que era una interpretación y, claro, tienes que poner cara de que estás pegando con fuerza… pero, vamos, que eso no hace daño ni nada, si es un látigo hecho con trozos de tela (…) yo lo probé incluso conmigo por si acaso. Y otra cosa que los espectadores no sabían es que el que hacía de Cristo es mi hermano. Para que le pegue otro, le pego yo».

Los centuriones reciben en ocasiones insultos y abucheos de espectadores en el recorrido

Unas muchachas se arreglan los labios sobre el pretil del Guadalmedina. Un pequeño se duerme en el bordillo. En Viernes Santo y solo parece hacerse el silencio en torno a estos hombres con coraza que marchan al ritmo de los tambores. La Alameda se llena de luces que impactan en el latón y los transforma en objetos brillantes, en soldados de cobre. Parecerían irreales, si es que en alguna ocasión existieron. Son seres imaginarios incapaces de acabar con un insecto, piezas peculiares de este espectáculo inenarrable que inunda las calles de la ciudad año tras año. Pueden caer mal, pero mucho respeto no infunden. Como no tienen cera que repartir ni estampitas, por razones obvias, los críos se entretienen golpeando sus pechos de lata y revisando, de esa manera cruel en que los niños hacen las cosas, cada detalle del uniforme que tanto trabajo da a Paco Valentino. El hombre anda ahora ocupado como capataz de uno de los tronos. Y no escucha a un chaval que llega corriendo hasta los centuriones y pregunta: «¿Vosotros sois vikingos?» Y así se escribe la historia.


El grupo de soldados romanos sufre la indiferencia de los espectadores a lo largo del recorrido; en la imagen, en un momento de su paso por la Alameda Principal

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