Claveles rojos van de mano en mano, asoman por los quicios de las puertas y las verjas de las humildes ventanas de la calle Jara. Llueven desde los balcones mezclados con los gritos de amor al Cautivo y a la Trinidad, apenas unos tallos acaban en el asfalto en este trasiego de flores que pasan de las dedos a los pies de las imágenes y vuelven a otros brazos desconocidos que los toman como un tesoro, con cuidado, para acercarlos a sus labios y besar los pétalos que rozaron la seda blanca. Se ensancha el aire al girar por Jaboneros. Hombre y mujeres aprietan los tallos atados en docenas, parecen esperar a un ser del más allá. Dos mujeres lloran abrazadas en una escena conmovedora, a lo lejos las figuras se aproximan y ellas se emocionan en la intimidad mágica de quienes permanecen unidos por un dolor. Y por unos claveles que vienen de un puesto de la Alameda.
Lágrimas en los ojos de María José, recubiertos por una capa húmeda y permanente. El primer sol de la primavera se come el color de las flores mientras resoplan los clientes, pasan a por ramos, canastillas, coronas para difuntos: «Son dos para unos que estaban vivos», dice la mujer mientras ladea la cabeza con un gesto ambiguo, una especie de comicidad compasiva acentuada por la chispa cristalina de su mirada provocada por una alergia crónica a las plantas para las que vive. Un mal «del quenadie se muere», sentencia. El espacio desde el que María José gobierna su mundo es un puesto de mando mínimo, un imperio floral abarrotado de utensilios, restos de tallos, pétalos, un mostrador con un teléfono perdido bajo montones de papeles sobre los que sus manos resueltas se mueven con habilidad de ilusionista mientras apuntan las ventas, los encargos, los detalles. También ensartan claveles rojos en finos soportes de plástico, piezas que vuelan al fondo de una caja. Cinco mil docenas de ellos, sesenta mil contados de uno en uno, van a parar al Cautivo.
Y entre veinte y treinta mil tallos de flor para las quince cofradías en las que durante la frenética semana trabajan su hijo y más de una decena de operarios decorando los tronos. Un ritmo frenético que contrasta con tan delicada mercancía, con los iris y las calas holandesas venidas de Chipiona, Amsterdam o Valencia.
María José tiene 68 años y trabaja todos los días hasta las diez de la noche. Menos este sábado, dedicado en exclusiva al Cristo de las manos atadas.
Llega al puesto su amiga Mari Carmen, andando desde El Palo. Acalorada. Un coche para y su conductor pide unas flores. En el exiguo rincón una tele comparte espacio con carteles de imágenes variadas. Se cruzan las conversaciones, un pedido telefónico, los comentarios sobre el copiloto que decidió estrellar el avión (la pregunta es «qué pasa por las cabezas»); Ana, una de sus empleadas, tiene dudas sobre el montaje de un centro y trajina con las tijeras cortando celofán para envolver el ramo pedido por el conductor. María José enseña el cartel de Terelu y con el rabillo del ojo localiza en la pantalla el punto de la final de Gran Hermano Vip en el que se quedó dormida la noche anterior. Ella y su amiga forman una férrea defensa de la ex de Jesulín frente «a la Hormigos». Se muestran emocionadas al ver que la concursante del chándal de leopardo ha donado el premio: «Pero mira qué corazón tiene», sentencia la florista.
A la mañana siguiente comulga emocionada en la misa del alba. Luce la medalla de la cofradía y espera la llegada de las imágenes a la casa para arreglar los desperfectos que tantas horas de fervor causan en las flores. Anda con dificultad. Ha madrugado mucho y el día anterior estuvo hasta tarde supervisando los arreglos de los tronos de Humildad y Paciencia, preocupada porque un chiquillo que correteaba por allí podía tropezar con las delicadas piñas de rosas rojas. Aunque de todo eso se encarga su hijo Ángel, nacido y criado entre las flores, desde que con solo siete años tuviera el valor de decorar los tronos de Zamarrilla tras quedar fuera de juego, merced a un porrazo con un varal, el florista que trabajaba en la cofradía. Y le gusta. Le apasiona. Hizo hasta cursillo con el padre Mundina.
Es «un hijo bueno» dice María José, que lo tuvo en los años setenta porque quiso. Le echó el ojo a un viajante de Valencia, «un hombre con sentimientos, con estudios y algo en la cabeza» porque «yo no me iba a casar con un peón de albañil sólo para tener un niño». Cuando el chaval cumplió los dieciocho le explicó los pormenores de la operación secreta por la que vino al mundo y, según ella, no mostró mayor interés en conocer al protagonista masculino de la historia. «Ni mi madre me preguntó quién es el padre, aunque a ella para decirle que estaba embarazada le tuve que contar que iba a Londres a abortar; y claro, ella contestó: ‘Como le pase algo al niño te mato’. Así que no tuve más remedio que tranquilizarla: ‘No te preocupes que al chiquillo no le tiene que pasar nada’», explica mientras con el mando baja el volumen del televisor.
En la pantalla ya no aparece Belén Esteban y su interés decae.
A media mañana del sábado, el Cautivo y la Trinidad enfilan la entrada del hospital. Los hombres sudan enfundados en sus trajes negros bajo el peso del Cristo y la Virgen, que andan sobre un mar de claveles rojos. Las batas blancas del personal sanitario reemplazan a los cofrades.
Las flores pasan por el Cautivo. Unos las compran, y otros se las llevan
Aquí las mujeres son mayoría, como Tere y su sobrina Cynthia, vestida para la ocasión para llevar a hombros al Señor dentro del recinto. Suena la música y el hermano mayor imparte las órdenes a este grupo singular movido por la emoción, les marca el paso, les invita a escuchar el compás de las notas, a dejarse llevar. Comienzan a temblar algunas barbillas y quien puede oculta los ojos bajo las gafas de sol para que los surcos de ese líquido transparente y brillante permanezcan ocultos. Una saeta se abre en el silencio de los enfermos.
Fuera una multitud aguarda, siempre hay una masa humana esperando a esa figura morena vestida de blanco. Se alzan los móviles y destellan las luces de sus flashes, hombres, mujeres y niños se encaraman a la verja para ver un minuto más, un segundo más. María José espera el regreso del Cautivo. Las mujeres de la calle Jaboneros ya están de regreso en su hogar. El tiempo se para bajo el peso de las plegarias, de los milagros pedidos con claveles.
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