Lorena no es muy alta y sus rasgos muestran firmeza y dulzura a partes iguales. Es sargento de La Legión y serlo es su sueño, hecho realidad. La borla roja que cuelga del chapiri baila al ritmo de sus movimientos, a veces se posa en el puente recto de su nariz, otras tantas sobre un ojo. A ella parece no molestarle, forma parte de esa vida querida desde pequeña. Todo parece encajar en esta plaza abierta sobre la gran puerta de Mena. Es muy pronto, faltan horas hasta que el ritmo frenético de los caballeros legionarios eleve el fervor popular hasta límites difíciles de comprender. Un par de vendedores ambulantes se afanan junto a la Esperanza para montar el puesto, aparecen gentes vestidas de verde y tatuadas, quienes fueron y ya no son. O quienes sueñan, como un día hizo la sargento Lorena. Que es sargento, pero no sargenta. Sonríe, siempre sonríe. Es de Valladolid y asegura que en su familia no existían antecedentes de vida castrense, que lo suyo ha sido un caso especial: «Yo quería ser militar». Y comenzó una larga ruta de estudios y destinos, desde Valladolid, a Lérida, a Segovia. Se hizo artillera. El año que viene será sargento primero.
Se acerca la hora del traslado del Cristo. Lorena, y sus compañeros que portan los estandartes de las distintos grupos desaparecen por la puerta por la que saldrán luego con los símbolos que inclinarán en señal de respeto ante el Crucificado. Los tambores y cornetas anuncian la llegada de los caballeros. Tiesos los invitados de postín, liderados por Antonio Banderas. Expectante el público que mantiene pulsado el botón con el que grabar o fotografiar el momento. El murmullo de voces se apaga poco a poco con los aplausos, el suelo retumba con la música frenética de los uniformados, ese ritmo sincopado, frenético, veloz, de estos atletas de la guerra.
Lorena luce un gran tatuaje en su brazo derecho. Una marca de tinta compuesta de muchas partes que, según ella, representan «los lugares en los que he estado viviendo». Tiene otros tres que no son visibles y de los que no quiere dar más detalles, tan solo que no contienen ningún nombre. Con ese brazo firme de cuerpo de atleta (participaba asiduamente en campeonatos de pentatlón militar) sujeta el guión de los artilleros sobre el Cristo de Mena. Es la primera vez que una mujer lo hace. Es la primera vez que una mujer lo porta en la procesión. Y en eso, en lo de las diferencias entre los sexos, la sargento no muestra ningún atisbo de duda. Para ella no hay distinciones. «La mujer hace el mismo trabajo y no recibe ningún tipo de trato especial y creo, tanto yo como mis compañeras, que si nos lo dieran tampoco lo querríamos. Una cosa está clara, si hay que dar barrigazos se dan».
El Cristo ya está en su trono. La plaza se vacía a empujones. Banderas se refugia a duras penas de los fotógrafos y asistentes que quieren pararse a su lado, tocarlo o lo que sea. El resto de la comitiva oficial, de invitados, públicos y legionarios se rompe como una explosión en la que se mezclan los mundos. La sargento sale de la iglesia y trata de alcanzar el autobús con el que, por la tarde, volverán para la salida de los tronos. Pero el paseo se convierte en viacrucis de fotos, con los novios, los abuelos, los niños, los adolescentes, los padres, las familias, con móviles, cámaras, aparatos con el dichoso palo y sin él. Paso a paso Lorena avanza entre posado y posado. Y sonríe, y sonríe. Con sinceridad, sin tensión, con paciencia. Explica que «en La Legión venir a Málaga es lo más, yo he venido tres o cuatro años haciendo trabajo de protocolo, y la gente se vuelca mucho, les encanta La Legión, adoran a la Legión…creo que si algún día los legionarios no viniesen a Málaga habría una revolución».
Lorena luce un gran tatuaje en su brazo derecho. Una marca de tinta compuesta de muchas partes que, según ella, representan «los lugares en los que he estado viviendo». Tiene otros tres que no son visibles y de los que no quiere dar más detalles, tan solo que no contienen ningún nombre. Con ese brazo firme de cuerpo de atleta (participaba asiduamente en campeonatos de pentatlón militar) sujeta el guión de los artilleros sobre el Cristo de Mena. Es la primera vez que una mujer lo hace. Es la primera vez que una mujer lo porta en la procesión. Y en eso, en lo de las diferencias entre los sexos, la sargento no muestra ningún atisbo de duda. Para ella no hay distinciones. «La mujer hace el mismo trabajo y no recibe ningún tipo de trato especial y creo, tanto yo como mis compañeras, que si nos lo dieran tampoco lo querríamos. Una cosa está clara, si hay que dar barrigazos se dan».
Es la primera legionaria que lleva un guión en la procesión de la Congregación de Mena
El Cristo ya está en su trono. La plaza se vacía a empujones. Banderas se refugia a duras penas de los fotógrafos y asistentes que quieren pararse a su lado, tocarlo o lo que sea. El resto de la comitiva oficial, de invitados, públicos y legionarios se rompe como una explosión en la que se mezclan los mundos. La sargento sale de la iglesia y trata de alcanzar el autobús con el que, por la tarde, volverán para la salida de los tronos. Pero el paseo se convierte en viacrucis de fotos, con los novios, los abuelos, los niños, los adolescentes, los padres, las familias, con móviles, cámaras, aparatos con el dichoso palo y sin él. Paso a paso Lorena avanza entre posado y posado. Y sonríe, y sonríe. Con sinceridad, sin tensión, con paciencia. Explica que «en La Legión venir a Málaga es lo más, yo he venido tres o cuatro años haciendo trabajo de protocolo, y la gente se vuelca mucho, les encanta La Legión, adoran a la Legión…creo que si algún día los legionarios no viniesen a Málaga habría una revolución».
Cinco de la tarde. Faltan tres horas para la salida de los tronos de Mena. Familias enteras, pertrechadas con todo tipo de alimentos y mobiliario de campo y playa, acampan en las aceras y rotondas del recorrido a la espera del ansiado paso de los aguerridos militares de uniforme verde. Poco a poco llegan niños y adultos con túnicas de terciopelo negro, policías, vigilantes de seguridad. El sacerdote arranca la misa pidiendo a quienes solo hayan entrado a curiosear que abandonen el recinto, los niños y niñas vestidos de legionarios parecen brotar como champiñones de las baldosas. Porque este uniforme tiene algo especial. Dice la sargento que ella estará hasta que la echen, que «a La Legión o se la quiere o se la odia, y eso es algo incondicional. Todo el que ha estado quiere volver y si no puede quiere que lo hagan su hijos o sus nietos, es algo difícil de explicar». Aunque, reconoce, no es una vida fácil. «Muchos de los compañeros que hoy están aquí desfilando con Mena igual mañana salen de maniobras, pero es nuestra vida y no queremos otra». Lorena, aparte de la muerte, tiene una pareja que también es legionario. Un cabo. «A veces nos vemos solo durante los fines de semana, pero sabemos cómo es esto y comprendemos la vocación del otro. Todo va bien de momento, aunque ya veremos qué pasa el día que llegue un hijo».
Forman los guiones, las tropas, los nazarenos, los hombres de trono ocupan sus lugares bajo el Cristo. Lorena charla, un poco antes, con Juan Castro, un hombre que entró en La Legión en el 56, cuando no había mujeres en el horizonte. La sargento dice mostrar ternura por estas personas que acuden uniformadas a verles y bromea con el anciano como antes hizo con una niña vestida de cabo. Parte la comitiva y la mujer marca el paso solemne con sus compañeros, se pierde en la curva que cierra la plaza de La Legión Española, en este lugar donde acontecen historias emocionantes, las de miles de personas unidas por una pasión difícil de explicar, al compás del insuperable himno de La Legión. Que Lorena canta con su letra original, con la mirada al cielo, con el brazo en tensión, con las venas del cuello marcadas por la fuerza del grito. «Porque el himno es el himno y la letra es la que tiene, no hay que cambiarla, y dice que yo soy el novio de la muerte». Después sonríe, siempre sonríe: «Pero que conste que yo me siento la novia, ¿eh?».
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