En la intimidad de un rincón de la casa hermandad Joaquín se viste por última vez de hombre de trono. Trini, su compañera, alisa la impoluta tela blanca, con la palma de las manos. El hombre toma entre sus dedos el medallón y lo besa. Al asomar a la escalera el hombre se detiene y piensa en esa noche por venir. Sus ojos se pierden más allá de las vidrieras y los cuadros que adornan el espacio. Abajo aguardan dos tronos, el del Cristo traicionado por un beso es el suyo y lo seguirá siendo pero en unos momentos, cuando suene la campana y arranque la música, comenzará su último viaje bajo el puesto H1 del varal. Será la vez número treinta y seis y no habrá más. La junta de gobierno aprobó un límite de edad que este empresario de cabello sedoso y voz dulce supera con creces. Toñi se aparta y deja a Joaquín rumiar sus recuerdos y emociones. Casi sin parecerlo llora. Con los ojos bien abiertos.
En esta última jornada apenas come ni bebe. Anda de un lado para otro. Traen una cruz nueva de cuidada orfebrería, llegan el alcalde y hombres de lujosas sotanas a los que atiende con una sonrisa. Ha habido que repartir unos bastones, salir corriendo para acompañar la insignia al paso de la cofradía vecina, recorrer cientos de kilómetros hasta hallar el hermoso acebuche a cuya sombra se gesta el drama y otros tantos para dar con unos humildes cardos azulados que Judas parece estar a punto de pisar. Joaquín habla bien. Emplea las palabras con tiento y precisión. Sobre su infancia al lado de la iglesia de la Divina Pastora donde veía cómo montaban los ‘tinglaos’, sobre su vocación como hombre de trono, nunca rota, nunca traicionada. Una vez la hizo con un esguince en el tobillo, explica mientras recorre las entrañas de los tronos comprobando que no falte ningún detalle. Todos parecen acudir a él, que anda roto por dentro, en busca de consuelo. O de una radial para limar las cabezas de los tornillos.
Joaquín recuerda con detalle aquel viaje de 2011 en el que el trono del Prendimiento, y miles de malagueños en comitiva, fueron a Madrid. Del Papa pasando ante la imagen, «fue un orgullo tremendo, indescriptible, ver cómo se emocionaba un público que caía de rodillas, gente que no era malagueña». Y expresa su teoría sobre el viaje espiritual que arranca cuando la vara de aluminio entra en contacto con el hombro hinchado y deforme que la alza, «todos vivimos de una forma ficticia, pero cuando suena la campana hay un sentimiento común, no hay distinciones entre ninguno; desde el varal el hombre tiene ese momento íntimo para dar las gracias por estar ahí, para pedir por tu familia, por los que no están. Ese día, ese sufrimiento de todos, esa oración que se hace…»
Bulle el entorno de la cofradía, sube y baja gente por la calle San Millán. Su escasa profundidad no permite preservar la intimidad de los tronos una vez están colocados los varales. La gente del barrio quiere ver al capuchinero y a la capuchinera, los briosos muchachos del submarino se aprietan los riñones y se hacen las últimas fotos antes de partir con un nuevo rumbo. Una hora más largo. Inician el ritual. Joaquín toma posición e intenta que nada escape de su memoria. Pasa su madre, que siempre le acompañó en la salida, sus hijos mayores que no quieren saber nada de la cofradía, su hijo pequeño que nunca podrá experimentar el sentimiento más amado por un padre que soñó que sería él el sucesor de sus creencias; los cientos de horas dedicados a meter el hombro izquierdo al frente del trono. Una mujer llora en la ventana recién salida del hospital porque pensaba que se perdía el momento. Una muchacha no puede separar la mano del varal ni encuentra consuelo de otro modo. La vivienda contigua, un primero, luce las persianas bajadas a cal y canto en señal de duelo por alguien que ya no está y vio tantas veces salir y regresar a los héroes de este barrio humilde y coronado en cuesta de popular nombre.
Joaquín, en este último recorrido bajo el varal, recuerda y fortalece su vínculo emocional con una actividad por la que se siente definido. Se presenta como hombre de trono y cree que hay una vida propia que define a este tipo de personas, opina que son gente «trabajadora y sencilla, gente que los ves que rompen a llorar un día porque han tenido un accidente y no pueden salir, gente que roba tiempo a su familia; gente que, como todos, cargan con lo suyo». Hace calor y Trini trajina, arriba y abajo, cargando botellas de agua y chocolatinas, preguntando al hombre al que ama si va bien, si necesita algo, si quiere algo. Y él siempre responde con una sonrisa en la que a duras penas puede contener la hiperactividad de su corazón.
Asoman las gotas de sudor y el sufrimiento físico. El suyo, y el colectivo de estas gentes que lloran como niños tras una mala caída cuando los varales parecen retorcerse y asoman al infierno de la calle Carrión gritando vivas a su capuchinero y a su capuchinera, doblando los huesos en posturas que parecen presagiar el fin y que son la antesala de la gloria, metiendo el hombro, balanceando la pesada estructura en esa cuesta que parece eterna, que probablemente lo es, atisbando apenas una luz, un rellano en el que hallar la paz. El público no puede resistir el imán de la belleza perfecta de este dolor colectivo, de esos tronos que acabarán izados a pulso como señal de victoria, como grito de un barrio orgulloso de la entereza de sus hombres.
Suena luego el último himno. Joaquín ha podido tocar la campana como homenaje ante la cofradía de sus desvelos. El último ajuste sitúa el trono en el suelo. El protagonista de esta historia ha entrado con la frente hundida entre los omóplatos de su compañero. El giro del encierro hace que los primeros en salir sean también los últimos en entrar. El viaje espiritual de Joaquín llega a su fin, a su parada sin cambio de estación. Es un hombre que abraza a los demás de frente y con los dos brazos, que habla sencillo y bajito, que procura llorar lo justo, ser buena gente, trabajador y educado. Se despide de sus compañeros y acaricia con el guante sucio del esfuerzo esa pegatina humilde, escrita con boli azul. Donde pone ‘H1’.
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