Encaramarse al trono para situarse frente a la Virgen de la Paz es algo que se ha de hacer sin prisas y con mucho cuidado. En éste y en todos. Pero se trata de ella y de Javier, el joven que la viste. De la relación entre ambos. El rostro de la mujer tiene un leve hoyuelo en la barbilla, cerrando una cara sin ángulos. Sobre sus pómulos resbalan cuatro grandes lágrimas y su boca entreabierta junto el ceño fruncido por el dolor conmueven al espectador. Aunque ninguno, como Javier, sabe qué se siente al estar tan cerca, tan a solas. Ni tan siquiera puede ver, como él, la hermosa y larga cabellera natural de la Virgen, peinada con cuidado por las camareras y perfumada con agua de rosas de Adolfo Domínguez. En este microcosmos de la cercanía importan también las cosas que permanecen ocultas. Casi se podría decir que más.
Javier comenzó a vestir viendo cómo lo hacía su tío Daniel, que tenía una imagen de barro en su cuarto y daba rienda suelta a su afición ante la mirada del pequeño. Tendría unos cuatro años, «luego él me hizo una muy pepona, muy fea» a la que vestía con trapos, trozos de cortinas, visillos. Para que no quedara en la familia (la suya es de una larga tradición vinculada a la Semana Santa malagueña) fuera del aprendizaje su abuelo Fernando le fabricaba coronas con chapas y la abuela Victoria le cosía. El joven, que tiene 26 años, es jovial y alegre, habla con pasión de esta ocupación que no llega a ser trabajo, parece ser gratuita en casi todos los casos, hasta que llega un punto en el que se queda sin palabras, intentando hallar un superlativo digno de la importancia. Entonces hace «uff» o dice «no veas». El caso es que entre tíos y abuelos llegó un día en el que alguien preguntó a su padre si conocía a alguien que supiera de estos menesteres y, claro, el hombre halló pronto una respuesta fiado en su conocimiento de las dotes del muchacho, un adolescente de 15 años en aquella época, que se atrevió a embellecer el rostro de la Virgen de los Dolores del Puerto de la Torre. Algo que no ha dejado de hacer desde entonces.
Javier explica que en el proceso cuenta con la ayuda de las camareras, ellas preparan la ropa y la vestimenta, la saya y el manto. Detalla que el rostrillo, la pieza de tela que antaño se ponían las mujeres para adornar la cara y que hoy solo se emplea con imágenes de Vírgenes y santas, se cambia cada año. Y, de paso, señala en las vitrinas de la casa hermandad el resto de lujosos elementos que componen el ajuar de la Virgen con un delicado hoyuelo; un manto de burdeos de delicados bordados y otro azul destinado al culto. Sus manos, un rato después, maniobran con delicadeza femenina (no oculta que, como la mayoría de los que realizan estas labores, es homosexual) sobre los bordados y los pliegues, sujetos por un oculto enjambre de alfileres de tamaños variados, piezas aceradas que enrojecen las yemas de sus dedos. La faena ocupa en total unas seis horas por lo que, afirma, «éste es un arte efímero» y «un honor, unido a una gran responsabilidad porque cada vez la gente sabe y se fija más en todas estas cosas, en el tipo de las telas, de los encajes, si son nuevos o antiguos, en cómo están plegados, si el rostrillo está hecho con tablas o con blondas, en los colores… en todas esas cosas. La verdad es que en esta cofradía (la de la Cena) no me ponen trabas y son muy receptivos a todo tipo de ideas, en otras apuestan por hacer siempre lo mismo y por un corte muy clásico».
El joven ha estudiado un ciclo superior de diseño de moda y hace bordados en oro
El vestidor de la Virgen de la Paz hace una pausa. Las puertas se abren y se rompe la intimidad. Los responsables de la Cena salen a la acera de la calle Comedias a presentar sus respetos, con el preceptivo guión presidiendo, a la comitiva de la Sentencia que se aproxima. Todo está limpio y en orden. No hay niños corriendo por debajo de los tronos, unas vallas rojas preservan el espacio y marcan una respetuosa distancia con los tronos. Al rato se corre la gran puerta y sigue el trabajo pausado y silencioso. Las floristas andan rematando los adornos y del gran trono de la Cena, Javier comenta con una sonrisa que es el de «una familia numerosa», quedan por situar sobre la mesa las frutas frescas que, por razones obvias, no se colocan hasta el último momento.
Otra vez frente a su venerada imagen mira y remira. Y relata, porque de esto de vestir imágenes no se vive, su paso por la escuela de artes aplicadas para estudiar diseño de moda. Hizo un ciclo superior. «También hago cosas de bordado en oro, que es algo que tiene más futuro porque las cofradías siempre están haciendo cosas nuevas si lo que tienen está muy deteriorado o lo restauran si es muy valioso, en esta ciudad hay muchos talleres y bordadores muy buenos», afirma. La Virgen de la Paz, la del hoyuelo y las cuatro lágrimas, tiene un frágil pañuelo en su mano derecha, un poco más alta que la izquierda, en la que porta una rama de olivo dorada. Y en este reducido espacio, en el que los pies de los seres humanos caben milimétricamente situados entre piezas metálicas, flores y velas, resulta evidente que se siente unido íntimamente a ella: «Es un orgullo muy grande, es una cuestión de fe, le he tenido siempre mucho cariño, soy hermano de la cofradía desde los diez años pero ya flipaba con ella antes. Hay más que me gustan, porque cada una transmite una cosa, pero en la Paz hay tantos recuerdos de la infancia, es como si toda mi vida tuviera que ver con ella».
De pronto todo está listo. Ya no quedan retoques ni alfileres. La Virgen luce esplendorosa, con el rostro iluminado por un halo que parece brotar de la superficie de una piel real, con su rostrillo enmarcando al gesto doliente, con sus lágrimas y con su hoyuelo, convertida en protagonista de historias conmovedoras, de plegarias, sueños y rezos que llegarán cuando el miércoles suene la campana y unos hombros las lleven volando sobre las calles de Málaga. Cuando Javier estará en la puerta, nervioso, esperando ver salir a la mujer más bella del mundo. La que él viste.
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