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Crónicas de Pasión

Semana Santa de Málaga 2015

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Fernando, en el interior de San Felipe, con su bocina, listo para salir en Pollinica

El exterior es una noche de azul profundo, anuncio de un día cálido que rompe las tinieblas a lo lejos con un halo turquesa. En esa leve cuesta que conduce a Nueva Málaga. La calle está en silencio, apenas se percibe el canto de unos pájaros y, a veces, el sonido irritante de una gaviota solitaria. Si las aves callan llega al portal el ronroneo de los compresores que mantienen frías las neveras de la heladería contigua. Apenas pasan las siete y media del Domingo de Ramos y Mayte maniobra para dejar el coche y subir con su hijo, Fernando, a la casa donde la abuela Tere y la tía Mónica aguardan con la ropa de nazareno del niño. Limpia, planchada, brillante. Preparada con esmero y colgada del borde de una puerta. El chaval tiene siete años y sale en la Pollinica, aunque la abuela mantiene al día sus pagos como miembro de la Esperanza y el padre, separado de su pareja, hace lo propio en Monte Calvario (en la que también procesiona). El crío es un ejemplo de conciliación cofrade.

Un par de días antes, en un restaurante regentado por orientales en el local de una antigua tienda de fotografías, Fernando y Mayte se toman un refresco mientras esperan al padre. Es viernes por la tarde y le ha prometido una ruta de traslados. Muestra un gran interés por todo lo que tiene que ver con la Semana Santa, participa en la Pollinica desde los tres años, tiene una extraña fijación con la Virgen de Gracia (desde chico guarda un calendario con su imagen), saca buenas notas, le apasiona el fútbol y aspira a ser periodista deportivo. Aunque habrá que pasar la dura prueba de tener a su padre como profesor de Lengua, Sociales e Historia, «aunque me dicen que es muy bueno dando clase y él siempre me viene con eso de que me va a tratar si me toca como a uno más, no veas». Llega el progenitor y parten juntos a satisfacer la curiosidad del niño por todo lo que tenga que ver con la intensa vida cofrade de esta época del año. Mayte los ve partir y recorre fumando un cigarro el centenar de metros que la separan de la tienda de complementos (bolsos, cinturones, collares) con la que se gana la vida. Está contenta. Es su barrio y le va bien.

Mayte da los últimos toques a la ropa de su hijo minutos antes de partir desde su piso en Nueva Málaga hacia el centro

La mañana del domingo Fernando se libra del peinado habitual. La tía Mónica tercia en el asunto habida cuenta de que fijar los rizos bajo el calor asfixiante del capirote no parece tener mucho sentido. El niño anda nervioso y no para de hablar, juguetea con el teléfono móvil de su madre y se recuesta en el sofá sin parar de ofrecer conversación mientras los adultos preparan un café en vaso grande, que es la norma de esta casa donde se nota la mano férrea de alguien que limpia a conciencia hasta los rincones más ocultos. La abuela reniega de todas las fotos en las que sale, en especial las de las bodas y la tía huye por el pasillo mientras se señala el pantalón de chándal con motas irregulares de tonos variados que delatan usos muy humildes de una vestimenta reservada a la intimidad.

Sus padres están separados pero él sale en las cofradías de ambos

Fernando confiesa, entre bromas y veras (a él le encanta posar para las fotos) que alguna vez ha llorado cuando en el encierro de la Pollinica se cruzan el Cristo y la Virgen. También se muestra firme, ante un hipotético ‘noviazgo’, respecto a la sensibilidad cofrade que espera de las muchachas, reconoce que lo de llevar el capirote es «mú cansao» y se muestra un poco ofendido, hablando de todo un poco en ese ritmo imparable de los chavales, por el hecho de que, pese a su admiración por los soldados, los legionarios se lleven todo el protagonismo y  «al Cristo de Mena se le haga tan poco caso». Entretanto, el café llega al fondo de los vasos. La luz comienza a entrar sin reparos por la ventana y la abuela Tere se queja del calor incipiente del día reclamando un abanico que no quiere olvidar para observar el recorrido al amparo del aire fresco. Ha llegado la hora.

Las piezas de ropa van ajustándose con precisión, la túnica sube y baja con esos tirones delicados y precisos de las abuelas, el cíngulo, los guantes. Cada detalle dota al niño de una identidad nueva sobre la que asoma un rostro expectante. Toma nervioso el capirote. Mayte llama a un taxi, besos a la abuela Tere, besos a la tía Mónica. Abajo, sentado en la parada del autobús, un joven contempla la escena. Dos ciclistas madrugadores bajan por la rampa y se alejan pedaleando hacia la esquina donde el sol ya ha transformado los edificios en un perfil de bloques negros que obliga a bajar la vista.

Unos minutos después Fernando entra en la iglesia de San Felipe. Lleva en su mano un papel que vale por una bocina, un objeto hermoso y labrado con esmero en un metal plateado que refleja la luz en el rostro del chaval. El templo se convierte poco a poco en un mar de palmas y de conversaciones infantiles. Sobre los bancos se coloca ordenado ese cortejo jubiloso que anuncia la llegada de todo lo demás, niños pequeños de mirada responsable. Y madres, muchas madres en la puerta, todas las madres posibles, nerviosas, atareadas con un último imperdible que ha de sujetar algo y que aparece en el fondo del bolso repleto de todo tipo de cacharros para las emergencias infantiles. Madres que peinan, madres que abrazan, madres que repasan una y otra vez las telas verdes y moradas, las pequeñas rayas en un zapato, los cuellos, la organización propia y la de las amigas, los guantes que no aparecen, el familiar que no llega y que como no se dé prisa se lo va a perder todo… la vorágine del mundo exterior. En definitiva.

Niños que se llaman Fernando y que están nerviosos esperando el sonido de las campanillas, el rumor tenue de las palmas que hacen mover el aire. Niños que se llaman Leyre o Dafne, de tantas maneras únicas y precisas, hasta que la puerta se abre y muchos dejan de tener rostro y comienzan a ver por dos boquetes negros. Poco a poco el cortejo avanza, abandona la penumbra de la iglesia. Todos son iguales en ese instante, en la profunda oscuridad del rostro cubierto y del cuerpo uniformado con los colores reglamentarios. En ese segundo en el que bajo los capirotes cada familiar intenta ver el brillo emocionado de los ojos de los suyos.


Dafne, en una calle de Capuchinos, posa con estilo bajo una peineta que es tan grande como su cara.

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