REDIMENSIONANDO...

Crónicas de Pasión

Semana Santa de Málaga 2015

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Raquel, Paco y su hijo Héctor viven por la Colonia de Santa Inés. Allí no llegan los sonidos de los tambores ni las cornetas, parece una Málaga distinta a la del bullicio de las masas y los tronos. Pero en esa vivienda, abigarrada, repleta de estampas, cuadros, fotos y recuerdos llegados de muchos lugares, se vive con pasión la fiesta religiosa, todos son miembros de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de la Columna y María Santísima de la O. La de los Gitanos. El crío tiene cinco años y aporrea un tambor con ritmo desigual mientras señala en la tele las imágenes que desfilan en uno de esos resúmenes enlatados con los mejores momentos del día anterior. Intenta, y lo logra, saber quién es quién; busca en un programa el nombre y los datos de cada cofradía, los colores de las túnicas y capirotes. Luego sale corriendo y aparece desde el fondo del pasillo con uno de los tronos de juguete que le ha construido su abuelo Pepe, lo alza sobre su cabeza y grita: «¡Arriba el trono!».

Canta por la noche sendas saetas a las dos imágenes titulares de su cofradía durante el encierro. Su enigmático apellido, Framit, es de origen checo y no son muchos quienes lo comparten. Hay un par de familias en Granada y en Francia. De modo que no es por el nombre por lo que le viene cantar. Guarda en una habitación los vestidos. Colgando de unas perchas está preparada la ropa para uno que usará al día siguiente en Marbella, las músicas grabadas para las actuaciones, placas de todo tipo conmemorativas de cientos de conciertos... Paco, que se gana la vida en un laboratorio farmacéutico, se lamenta del gran número de recuerdos que genera la actividad de su mujer a cambio de tan poco dinero. Pero se nota la complicidad entre ambos y el respeto por una afición que proviene de la familia materna de ella, seguida por su madre, que ahora canta poco porque una fibromialgia le afecta a las cuerdas vocales. La cuestión es que de ahí le vino, desde los tres o cuatro años, cuando se pasaba el día escuchando coplas, luego fue una pastoral para cantar villancicos, un coro rociero que se llama Rebalae y unas clases, como había madera de artista, con un maestro de cante. Respecto a las saetas, explica que «hay gente que se saca dinero de esto, es su trabajo... pero yo por lo de esta noche nunca he cobrado, soy hermana y canto por devoción. También tengo un vínculo muy fuerte, de muchos años, con la Hermandad de Humildad y Paciencia».

Héctor, el hijo de Raquel y Paco, juega en el salón con uno de los tronos que le construye su abuelo Pepe

Paco baña a Héctor, que anda nervioso saltando por los sofás. Raquel se arregla. Llega el abuelo Pepe con un cargamento de comida hecha por su esposa. Ensalada y un arroz marinero. El tiempo empieza a correr en contra, hay que vestirse, limpiar una inoportuna mancha amarilla que el niño se ha hecho al meter la manga blanca en el plato, repasar mentalmente y en voz alta cada detalle. Llaves, teléfonos, pañuelos, puesto del trono, mando del garaje. Esa lista rápida. No ponerse nervioso para ajustar a Héctor el cinturón en la silla del coche, algo complicado con túnica. Recoger al hermano de Raquel de camino, vestido de hombre de trono de María de la O.

La cantante cree que las saetas se cantan por devoción, aunque algunos cobren

Las angosta calle Hinestrosa es un hervidero de capirotes y hombres que se saludan en la estrecha puerta lateral que da entrada a la casa hermandad en la que los tronos parecen metidos con precisión milimétrica. La alta tapia frente a la puerta que da salida a la calle Frailes ya está habitada por jóvenes armados con teléfonos móviles, sentados en un delicado equilibrio sobre los bloques de hormigón. Atentos al sonido de la campana que marca el arranque. Paco pasa bajo el varal de la Virgen, un poco tras el manto, en el lado exterior. Este año se han introducido ajustes en los varales de aluminio para corregir los tallajes y que todos los hombros se repartan el peso por igual. Raquel recoge a Héctor, emocionado por ver a su padre y a su tío, absorto en el momento, orgulloso y observador. Comienza el día esperado todo un año, en el que el niño ve convertido su juego en algo real, en el que el trono no es un juguete fácil de llevar, en el que las imágenes no son pequeños muñecos sino grandes tallas imponentes, severas, dolorosas. La mujer que canta saetas se aleja por la calle con el chaval sentado en el carro, con destino a un buen lugar desde el que contemplar el espectáculo. Un pañuelo protege su garganta, guarda la voz como una ofrenda destinada a la noche, al instante en el que con la calma de la experiencia y la tensión de la responsabilidad se haga el silencio alrededor de su voz y los gitanos alcen la vista al cielo para ver su rostro.

Se acerca la medianoche. Tras un paso lento por la plaza de la Merced, con los tronos en esa pasión peculiar de quienes dan palmas y bailan, los espacios repletos de seres humanos aguardando este instante en que la madre y el hijo se ven las caras, se mecen, se balancean los borlones y las barras del palio asemejan juncos resistentes al viento. Se confunden los bailes y los aplausos. Los policías mantienen un delicada línea de seguridad y desde lo alto una voz grave empuña el micrófono: «Pueblo de Málaga, ¿qué se le dice al Moreno?, ¡guapo! ¿qué se le dice a la Virgen? ¡guapa!, ¿quién es la más guapa? ¡María de la O! ¡Viva el Cristo de los gitanos! ¡Viva la reina de la Cruz Verde!».

La mujer da un paso al frente. Respira. De las cuerdas vocales de Raquel comienza a surgir un susurro, un lamento, un ‘ay’ que vence al murmullo humano. Se hace el silencio, se escuchan olés. La mujer gesticula con las manos, cierra los puños y extiende las palmas, eleva el volumen del canto desgarrado que habla de otra mujer que llora, María de la O. Una saeta que es un lamento «para aliviarte a ti el dolor, las penas y el sufrimiento». Después llega el turno del Cristo atado a la columna. La voz se torna dramática, hiriente y sube al cielo con unas modulaciones sentidas e inefables: «Miradlo, pueblo creyente, ay qué pena lleva su mirada, su mirada tan ausente, sus manos tan desgarradas, ay su mirada tan ausente, sus manos tan desgarradas. Quitadle por Dios, quitadle de sus manos las cadenas que el mejor de los nacidos no merece esta condena». Los aplausos son atronadores. Raquel cierra los ojos y se persigna.


Raquel canta una saeta desde un balcón durante el encierro de los Gitanos

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